Historia del 1° de mayo
INTRODUCCIÓN
El 1° de mayo de 1886 la huelga
por la jornada de ocho horas estalló de costa a costa de los Estados
Unidos. Más de cinco mil fábricas fueron paralizadas y 340.000 obreros
salieron a calles y plazas a manifestar su exigencia. En Chicago los
sucesos tomaron rápidamente un sesgo violento, que culminó en la masacre
de la plaza Haymarket (4 de mayo) y en el posterior juicio amañado
contra los dirigentes anarquistas y socialistas de esa ciudad, cuatro de
los cuales fueron ahorcados un año y medio después.
Cuando los
mártires de Chicago subían al cadalso, concluía la fase más dramática de
la presión de las masas asalariadas (en Europa y América) por limitar
la jornada de trabajo. Fue una lucha que duró décadas y cuya historia ha
sido olvidada, ocultada o limpiada de todo contenido social, hasta el
punto de transformar en algunos países el 1.° de mayo en mero “festivo” o
en un día franco más. Pero sólo teniendo presente lo que ocurrió,
adquiere total significación la fecha designada desde entonces como “Día
Internacional de los Trabajadores”.
AQUELLOS DIAS INTERMINABLES
A
mediados del siglo XIX, tanto en Europa como en Norteamérica, en las
emergentes factorías industriales, se exigía a los obreros trabajar doce
y hasta catorce horas diarias, durante seis días a la semana, incluso a
niños y mujeres, en faenas pesadas y en un ambiente insalubre o tóxico.
Los emigrantes europeos, que llegaban entonces a los Estados Unidos en
busca de un mundo mejor, cambiaron (a lo más) los resabios feudales que
todavía pesaban sobre sus hombros por la voracidad desbocada de un
capitalismo joven, que multiplicaba sus ganancias ampliando al máximo la
jornada de trabajo. Extraños en un país desconocido, los inmigrantes
crearon las primeras organizaciones de obreros agrupándose por
nacionalidades, buscando primero el apoyo y la solidaridad de los que
hablaban la misma lengua, constituyendo luego gremios por oficios afines
(carpinteros, peleteros, costureras), y orientando su acción por las
vías del mutualismo.
América era también el campo de
experimentación para algunos socialistas utópicos, que crearon en los
Estados Unidos colonias comunitarias, como las de Robert Dale Owen
(1825), Charles Fourier y Etienne Cabet, constituidas por trabajadores
emigrados. Los obreros propiamente norteamericanos se limitaban a buscar
consuelo para sus sufrimientos terrenales en las diferentes sectas
religiosas existentes en el país. Fueron inmigrantes ingleses pobres los
que primero diseminaron inquietudes sociales entre sus hermanos de
clase, y los mismos continuaron en territorio americano la lucha ya
extendida en Inglaterra por la reducción de la jornada de trabajo.
El
desarrollo de la industria manufacturera, el perfeccionamiento de
máquinas y herramientas, la concentración de grandes masas obreras en
los Estados del Noreste, proporcionaron el terreno donde germinó la
propaganda de los emigrados. La primera huelga brotó, 60 años antes de
los sucesos de Chicago, entre los carpinteros de Filadelfia, en 1827, y
pronto la agitación se extendió a otros núcleos de trabajadores. Los
obreros gráficos, los vidrieros y los albañiles empezaron a demandar la
reducción de la jornada de trabajo, y 15 sindicatos formaron la
“Mechanics Union of Trade Associations” de Filadelfia. El ejemplo fue
seguido en una docena de ciudades; por los albañiles de la isla de
Manhattan; en la zona de los grandes lagos, por los molineros; también
por los mecánicos y los obreros portuarios.
En 1832, los
trabajadores de Boston dieron un paso adelante en sus demandas y se
lanzaron a la huelga por la jornada de diez horas, agrupados en débiles
organizaciones gremiales por oficios. Pese a que el movimiento se
extendió a Nueva York y Filadelfia, no tuvo éxito. Afirmó, sin embargo,
el espíritu de combate de los asalariados, que siguieron presionando por
sus reivindicaciones.
DIEZ HORAS LEGALES
El
resultado de estas luchas, que marcan el nacimiento del sindicalismo en
Estados Unidos, influyó primero en el Gobierno Federal antes que en los
patrones, que expoliaban impunemente a sus trabajadores al amparo del
librempresismo. En 1840, el Presidente Martín van Buren reconoció
legalmente la jornada de 10 horas para los empleados del Gobierno y
también para los obreros que trabajaban en construcciones navales y en
los arsenales. En 1842, dos Estados, Massachusetts y Connecticut,
adoptaron leyes que prohibían hacer trabajar a los niños más de 10 horas
por día. El mismo año, la quincallería Whtite & Co. de Buffalo
(Estado de Nueva York) introdujo en sus talleres la jornada de 10 horas.
Pero
la agitación obrera continuó. Desde el otro lado del mar llegaban
noticias alentadoras. Cediendo a la presión sindical, el Gobierno inglés
promulgó una ley (1844) que redujo a 7 horas diarias el trabajo de los
niños menores de 13 años, y limitó a 12 horas el de las mujeres. Se
esperaba lograr pronto allí la jornada de 10 horas para los adultos,
hombres y mujeres. En ese ambiente se reunió el primer Congreso Sindical
Nacional de los Estados Unidos, el 12 de octubre de 1845, en Nueva
York. Se tomaron medidas concretas para coordinar la lucha de los
diferentes gremios y la que se llevaba a cabo en distintas ciudades. Se
planteó la creación de una organización secreta permanente para la
reivindicación de los derechos del trabajador.
El Congreso
Sindical de Nueva York se fijó como tarea de acción inmediata la demanda
del reconocimiento legal de la jornada de 10 horas y se convocó a
mítines obreros en las principales ciudades para agitar públicamente
esta exigencia. A esta etapa siguieron las huelgas, que alcanzaron
excepcional amplitud en Pittsburgh, centro metalúrgico, donde 40.000
obreros mantenían una huelga de 6 semanas por la jornada de 10 horas.
Pero los patrones no cedieron, y muchos inmigrantes recién llegados se
dispusieron a asumir el puesto de los huelguistas. El movimiento
fracasó. En otros lugares se lograron avances concretos: New Hampshire
decretó la implantación de la jornada de 10 horas y numerosas fábricas
hicieron lo mismo en otros Estados.
Pero la agitación cobró nuevos
impulsos al divulgarse, en 1848, la noticia de que los obreros de una
sociedad colonizadora en Nueva Zelanda habían obtenido la jornada de 8
horas. Sin embargo, no se estructuró un movimiento que respaldara esta
aspiración. Las demandas se limitaron a exigir un máximo de 10 horas de
trabajo por día.
Fue sólo a comienzos de 1866, una vez terminada la guerra de secesión, que renació la lucha por acortar la jornada de labor.
Otros
avances se habían logrado entretanto. El Estado de Ohio adoptó la ley
de 10 horas para las mujeres obreras, y los sindicatos de la
construcción estaban vivamente impresionados al saber que los albañiles
de Australia obtenían en esos días el reconocimiento de la jornada de 8
horas. Por otra parte, la reducción de la jornada de trabajo, que
absorbería mayor cantidad de mano de obra, se convertía en una necesidad
urgente por el retorno de los soldados desmovilizados y el cierre de
las fábricas que trabajaban para la guerra. Además, los inmigrantes
seguían afluyendo, por centenares y centenares de miles.
Al
Congreso de Estados Unidos ingresaron más de media docena de proyectos
de ley que proponían legalizar la jornada de 8 horas, y la Asamblea
Nacional de Trabajo, celebrada en Baltimore en agosto de 1866, con
representantes de 70 organizaciones sindicales, entre ellas 12 uniones
nacionales, proclamó:
“La primera y gran necesidad del presente,
para liberar al trabajador de este país de la esclavitud capitalista, es
la promulgación de una ley por la cual la jornada de trabajo deba
componerse de ocho horas en todos los Estados de la Unión Americana.
Estamos decididos a todo hasta obtener este resultado”.
El mismo
congreso sindical acordó crear comités para “recomendar” la
reivindicación de las 8 horas, cometiendo el error de confiar únicamente
en la buena voluntad de los poderes públicos para hacer ley su
iniciativa.
Mientras, en Europa, la I Internacional (creada en
1864) había acordado en su Congreso de Ginebra, en 1866, agitar
mundialmente la demanda de la jornada de trabajo de 8 horas. Los
asalariados norteamericanos, en el Congreso Obrero de los Estados del
Este, celebrado en Chicago en 1867, dedicaron gran parte de sus debates a
las 8 horas. El hombre que impulsó las resoluciones sobre el tema fue
Ira Steward, un mecánico autodidacta de Chicago, a quien daban el
sobrenombre de “El maniático de las ocho horas”.
Steward sostenía
que al acortarse la jornada de trabajo aumentaría la necesidad de mano
de obra y que, por lo tanto, de allí surgiría el aumento de los
salarios. Escéptico de la eficacia de la acción puramente sindical,
Steward, en ausencia de un partido político autónomo de la clase obrera,
proponía un método usado tradicionalmente por el movimiento sindical
norteamericano: ejercer presión sobre los partidos del “stablishment” y
no dar sus votos más que a los candidatos que aceptaran impulsar todo o
parte del programa sindical.
LEY FEDERAL DE LAS OCHO HORAS
Finalmente,
los esfuerzos de la clase obrera norteamericana lograron modificar la
actitud del Gobierno, ya que no la de los empresarios privados. Siendo
Presidente de los Estados Unidos Andrew Johnson, en 1868 se dictó la Ley
Ingersoll, que establecía la jornada de 8 horas para los empleados de
las oficinas federales y para quienes trabajaban en obras públicas. La
Ley Ingersoll, dictada el 25 de junio de 1868, establecía:
“Artículo
1.º La jornada de trabajo se fija en ocho horas para todos los
jornaleros u obreros y artesanos que el Gobierno de los Estados Unidos o
el Distrito de Columbia ocupen de hoy en adelante. Sólo se permitirá
trabajar como excepción más de ocho horas diarias en casos absolutamente
urgentes que puedan presentarse en tiempo de guerra o cuando sea
necesario proteger la propiedad o la vida humana. Sin embargo, en tales
casos el trabajo suplementario se pagará tomando como base el salario de
la jornada de ocho horas. Este no podrá ser jamás inferior al salario
que se paga habitualmente en la región. Los jornaleros, obreros y
artesanos ocupados por contratistas o subcontratistas de trabajos por
cuenta del Gobierno de los Estados Unidos o del Distrito de Colombia
serán considerados como empleados del Gobierno o del Distrito de
Columbia. Los funcionarios del Estado que deban efectuar pagos por
cuenta del Gobierno a los contratistas o subcontratistas deberán
cerciorarse, antes de pagar, de que los contratistas o subcontratistas
hayan cumplido sus obligaciones hacia sus obreros; no obstante, el
Gobierno no será responsable del salario de los obreros.
Artículo
2.º Todos los contratos que se concerten en adelante por el Gobierno de
los Estados Unidos o por su cuenta (o por el Distrito de Columbia, o por
su cuenta), con cualquier corporación o persona, se basarán en la
jornada de ocho horas, y todo contratista que exigiere o permitiere a
sus obreros trabajar más de ocho horas por día estará contraviniendo la
ley, salvo los casos de fuerza mayor previstos en el artículo 1.º.
Artículo
3.º Los que contravengan a sabiendas esta prescripción serán pasibles
de una multa de 50 a 1.000 dólares, o hasta de seis meses de prisión, o
de ambas penas conjuntamente”.
La jornada de 8 horas pasaba así a
ser obligación “legal” en los Estados Unidos para las obras públicas,
así como lo era ya para los trabajos privados en Australia. Los obreros
industriales, entre tanto, seguían sometidos a una jornada de 11 y 12
horas diarias a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.
Los
grandes contratistas de obras públicas en construcción se opusieron, por
supuesto, a la aplicación real de la jornada federal de 8 horas. Los
patrones formaron una “Asociación de las Diez Horas”, tratando de
demostrar que esa duración del tiempo de trabajo era “más provechosa
para los trabajadores”. Eran los años en que Federico Engels le escribía
a Carlos Marx que “a causa de la agitación por las 8 horas se han
anulado contratos por más de un millón y medio de dólares”, tomando como
base una información de la prensa norteamericana.
El Estado de
California se había adelantado a los demás y decretado la jornada
obligatoria de 8 horas para todos los trabajadores del sector público o
del sector privado, a fines de 1868. Pero no hay evidencia de que esa
progresista medida legal se haya aplicado en la práctica, así como hay
fuertes dudas sobre la vigencia concreta de lo que mandaba la Ley
Ingersoll para los trabajos públicos Un historiador del movimiento
sindical norteamericano escribió: “La agitación en pro de la jornada de 8
horas, después de numerosas vicisitudes y de algunos éxitos
legislativos que no fueren seguidos de aplicación práctica, no llegó a
ningún resultado, y el pueblo obrero fue afectado por una profunda
desilusión”. De allí arrancó el empuje que culminaría en los sucesos de
Chicago, en mayo de 1886.
CRISIS Y CESANTIA
Con
el estímulo de las luchas por acortar la jornada de trabajo, las
organizaciones obreras se fueron extendiendo y fortaleciendo. En 1867,
en Chicago se había creado el Partido Nacional Obrero, que planteó en su
primera convención la búsqueda de un camino político independiente para
la clase trabajadora. Instaba a los obreros a evitar ser utilizados
políticamente por la burguesía, pero sus llamamientos no lograron calar
en la masa. Cobró auge en cambio la “Liga por las Ocho Horas”, fundada
en Boston en 1869, que levantó además una plataforma de lucha de corte
socialista y proclamó la “guerra de clases a los capitalistas”. En 1870
se fundó la organización secreta “Los Caballeros del Trabajo”, de
inspiración anarquista, a la cual se atribuyeron todos los atentados
cuyos autores no pudo descubrir la policía, y que sería profusamente
citada en el proceso de Chicago años más tarde. Sus dirigentes asumieron
con posterioridad posiciones pro-capitalistas.
En septiembre de
1871 se efectuó una gran manifestación pública por la jornada de 8 horas
en Nueva York, a la que asistieron más de 20.000 trabajadores, una
cifra considerable entonces. Participaron principalmente franceses y
alemanes emigrados, miembros de la Internacional, y también obreros
propiamente norteamericanos.
En 1872 libraron importantes combates
por las 8 horas los obreros mueblistas y de otros ramos afines, que
lograron satisfacción para sus demandas, pero los cabecillas fueron
engañados posteriormente por los patrones, despedidos de su ocupación, y
fue nuevamente prolongada la jornada de trabajo. La organización
sindical era débil aún, y fragmentada, como para poder exigir el
cumplimiento de los acuerdos. Fue brotando así la idea de una huelga
general para una fecha determinada; lo que se concretaría 14 años más
tarde, el 1° de mayo de 1886. 1º de mayo
Entre tanto, en 1873, las
cosas empeoraron repentinamente para los trabajadores. La crisis que se
veía venir llegó finalmente, arrojando a la cesantía a centenares de
miles de obreros. Las fábricas cerraban sus puertas y los cesantes
vagaban como lobos por las calles, alimentándose de los desperdicios que
encontraban en las latas de basuras. El invierno de 1872-73 dejó un
horrible saldo de muertos de hambre y frío, como no se tenía memoria en
los Estados Unidos. Sólo en el Estado de Nueva York había 200.000
cesantes.
El 13 de enero de 1873, la Sección Norteamericana de la
Internacional convocó a un mitin de desocupados en Nueva York para
demostrar al Gobierno del Estado su situación y pedir solución a su
miseria. Se exigía una ración diaria de alimentos para los cesantes, la
iniciación de obras públicas para dar trabajo a los necesitados y una
prórroga legal para el pago de arriendos y alquileres modestos. Se
quería evitar que fueran lanzadas a la calle (y expuestas a morir de
frío) las familias que no podían cubrir la renta por hallarse el padre o
el esposo sin trabajo.
La manifestación conmovió a la ciudad y,
en bullicioso desfile, los cesantes se dirigieron al Ayuntamiento para
hacer presentes sus demandas. Cuando llegaban allí, fueron atacados por
una horda de polizontes, que apareció de improviso, apaleando y
sableando a todo el mundo, incluso mujeres y niños. Centenares de
heridos y contusionados quedaron sobre los adoquines de la zona céntrica
de Nueva York, y otros centenares de pobres fueron detenidos y puestos a
disposición de los tribunales “por resistir órdenes de la policía”.
La
gran prensa ventiló falsedades e injurias sobre las heridas y el hambre
de los cesantes tan ferozmente reprimidos. “Era un mitin público de
ladrones ociosos”, dijo un diario de Nueva York. “Hay que prepararles
comidas envenenadas si quieren comer a costa del Gobierno”, escribió
otro en Chicago. Los editoriales llamaron a eliminar “la peste de
miserables” que asolaba la ciudad.
Paralelamente, la exigencia de
las 8 horas de trabajo se hacía cada vez más fuerte, presentada incluso
como una forma de aumentar la floja demanda de mano de obra. “Los
Caballeros del Trabajo”, en un programa hecho público en 1874,
declaraban que se esforzarían por obtener las 8 horas, “negándose a
trabajar jornadas más largas, incluso a través de una huelga general”.
En una larga lista de reformas y reivindicaciones, proclamaban su
propósito de “obtener la reducción gradual de la jornada de trabajo a 8
horas por día, a fin de gozar en alguna medida de los beneficios de la
adopción de máquinas en reemplazo de la mano de obra”.
LA GRAN HUELGA FERROVIARIA
Ese
mismo año (1874), el Estado de Massachusetts decretaba la jornada
máxima de 10 horas para mujeres y niños, mientras la agitación prendía
ahora entre los ferroviarios, que no tardaron en lanzar una huelga de
grandes proporciones.
En junio de 1877, los dueños de los
ferrocarriles comunicaron a los trabajadores que sus salarios serían
reducidos en un 10%, porque las empresas “estaban perdiendo dinero” con
motivo de la crisis. Esta fue la gota que colmó el vaso. Desde 1873, el
salario de los trabajadores había disminuido ya en un 25% para salvar
las ganancias de los propietarios. La huelga estalló en Pittsburgh y en
menos de 2 semanas se había extendido a 17 Estados. Era el movimiento
más vasto que hasta entonces enfrentara el gran capital norteamericano.
Los
magnates ferroviarios consiguieron que el Gobierno movilizara al
Ejército contra los huelguistas, que habían incorporado entre tanto la
demanda de una jornada laboral de 8 horas, y no tardaron en producirse
enfrentamientos violentos entre obreros y soldados. En Maryland quedaron
10 obreros muertos después de un choque frontal con las tropas. En
Pittsburgh, los trabajadores corrieron a pedradas a los militares, para
luego asaltar la maestranza del ferrocarril local, donde destruyeron 120
locomotoras e incendiaron 1.600 vagones. En Reading, los obreros
desarmaron a una compañía de soldados y confraternizaban con ellos
cuando fueron atacados por tropas de refuerzo, que aparecieron
imprevistamente. Entonces, algunos militares fueron muertos y hubo
numerosas víctimas entre los obreros. En Saint Louis la huelga abarcó a
todos los oficios y los trabajadores se apoderaron de la ciudad. Fue
cortado el tránsito por los puentes que cruzan el Mississippi, y durante
8 días los sindicatos administraron tiendas y fábricas y dictaron sus
propias leyes. Finalmente, fueron sangrientamente reprimidos.
La
lucha de clases se hizo tan violenta que la burguesía organizó grupos
civiles armados para proteger sus riquezas. La prensa “de orden”
exaltaba diariamente a pertrecharse y a extender las bandas armadas
antiobreras. Se formaron así verdaderas milicias privadas, cuando no
grupos de matones y hasta empresas de rompehuelgas, con sucursales en
los centros industriales más importantes, al servicio de los
propietarios. La más famosa de estas organizaciones, que alcanzaría
triste renombre en los sucesos de Chicago, fue la de los hermanos
Pinkerton, que había reclutado algunos cientos de scabs (“amarillos”),
que enviaban a quebrar huelgas allí donde la presión obrera se hacía
sentir en demanda de la jornada de 8 horas. Los Pinkerton, además,
proporcionaban bandas armadas, espías, provocadores y hasta asesinos a
sueldo. Algunas autoridades hacían caso omiso de la existencia de estas
organizaciones criminales e incluso borraban los antecedentes penales de
sus integrantes, a condición de que mostraran ferocidad en su cometido,
disolviendo mítines obreros, delatando a los dirigentes o
agrediéndolos.
NACE LA AFL
Pese a la
ofensiva en su contra, el movimiento obrero norteamericano siguió
fortaleciéndose. En 1881 se constituyó en Pittsburgh la American
Federation of Labor (AFL), Federación Norteamericana del Trabajo, que
exigió en su primer congreso un más riguroso cumplimiento de la jornada
de 8 horas para los que trabajaban en obras públicas. En su segundo
congreso, celebrado en Cleveland en 1882, la AFL aprobó una declaración,
presentada por los delegados de Chicago, para que se extendiera el
beneficio de las 8 horas a todos los trabajadores, sin distinción de
oficio, sexo o edad:
“Como representantes de los trabajadores
organizados, declaramos que la jornada de trabajo de ocho horas
permitirá dar más trabajo por salarios aumentados. Declaramos que
permitirá la posesión y el goce de más bienes por aquellos que los
crean. Esta ley aligerará el problema social, dando trabajo a los
desocupados. Disminuirá el poder del rico sobre el pobre, no porque el
rico se empobrezca, sino porque el pobre se enriquecerá. Creará las
condiciones necesarias para la educación y mejoramiento intelectual de
las masas. Disminuirá el crimen y el alcoholismo... Aumentará las
necesidades, alentará la ambición y disminuirá la negligencia de los
obreros. Estimulará la producción y aumentará el consumo de bienes por
las masas. Hará necesario el empleo cada vez mayor de máquinas para
economizar la fuerza de trabajo... Disminuirá la pobreza y aumentará el
bienestar de todos los asalariados”.
El tercer congreso de la AFL
(1883) acordó solicitar al Presidente de los Estados Unidos que
impulsara la ley de las 8 horas, y además envió una nota a los comités
nacionales de los Partidos Republicano y Demócrata, para que definieran
sus respectivas posiciones sobre la jornada de 8 horas y otras
reivindicaciones de los trabajadores.
Los preparativos de la
huelga general del 1° de mayo de 1886 habían empezado a gestarse dos
años antes, en noviembre de 1884, cuando se reunió en Chicago el IV
Congreso de la AFL (La AFL se llamaba entonces Federación de Sindicatos
Organizados y Uniones Laborales de los EE.UU. y Canadá.) En el IV
Congreso se pudo constatar, desde la primera sesión plenaria, el cambio
producido en el espíritu de los dirigentes sindicales. Las dilaciones y
negativas con que contestaron a sus demandas los partidos políticos los
empujaron a buscar nuevas formas de acción, basadas en sus propias
fuerzas. Su decisión se fortaleció por la experiencia internacional
conquistada por la clase obrera en aquellos años y, sobre todo, por la
del movimiento sindicalista inglés.
DEMANDA UNICA Y SOSTENIDA
Uno
de los autores de la proposición que meses más tarde sacudiría a los
Estados Unidos, Frank K. Foster, afirmó ante sus compañeros: “Una
demanda concertada y sostenida por una organización completa producirá
más efecto que la promulgación de millares de leyes, cuya vigencia
dependerá siempre del humor de los políticos... El espíritu de
organización está en el aire, pero el costo que hemos pagado por nuestra
inexperiencia, el sectarismo y la falta de espíritu práctico
representan todavía grandes obstáculos para lanzar una huelga general”.
Otros
delegados al Congreso pusieron en evidencia que los únicos resultados
realmente serios en cuanto a las 8 horas se habían logrado fuera de toda
legislación, por acuerdos directos con los empresarios bajo la presión
de la movilización sindical. En el curso de sus intervenciones, Foster
sugería que todos los sindicatos manifestaran su voluntad unánime,
apoyados por la organización entera, haciendo una huelga general por la
jornada de 8 horas. Gabriel Edmonston, que compartía ese punto de vista,
hizo entonces una proposición práctica: a partir del 1° de mayo de 1886
se obligaría a los industriales a respetar sin más la jornada de 8
horas. Donde los patrones se negaran, se declararía la huelga de
inmediato. En el plazo previo a la fecha fijada, se llevaría la consigna
por todo el país y la prensa obrera agitaría esa demanda básica de los
asalariados. El 1° de mayo de 1886 debería estar todo listo para una
gran huelga general de costa a costa. Foster y Edmonston fueron, pues,
los autores de aquella proposición, cuyos alcances históricos muy pocos
intuyeron entonces.
Para los historiadores, un punto no está
claro: ¿por qué se eligió precisamente el 1° de mayo como la fecha en
que debería estallar la huelga general en todos los Estados Unidos?. La
explicación más atendible es la que recuerda que por ese entonces el 1°
de mayo era la fecha en que debían renovarse los contratos colectivos de
trabajo, así como otras obligaciones generales, los arriendos de
tierras y convenciones similares. Era el “moving-day” (día de mudanza)
norteamericano, equivalente a los compromisos de trabajo que se
iniciaban el día de San Juan en el Sur de Francia por esos años, o en
Navidad en otras regiones de Europa, o en el día de San Martín. Además,
el año designado (1886) daba el tiempo suficiente para que los patrones
fueran advertidos y conocieran las demandas y las consecuencias de su
negativa, sin poder pretextar después la sorpresa de la petición como
factor para rechazarla.
La proposición de Gabriel Edmonston
(aprobada por el Congreso) decía: “La Federación de Sindicatos
Organizados y Uniones Laborales de los Estados Unidos y Canadá ha
resuelto que la duración de la jornada de trabajo, desde el 1º de mayo
de 1886, será de 8 horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales
de todo el país hacer respetar esta resolución a partir de la fecha
convenida”. Gracias a una intensa propaganda, pronto la resolución de
Chicago echó firmes raíces en el seno de la clase obrera.
El
Congreso de “Los Caballeros del Trabajo”, reunido en la ciudad de
Hamilton, también decidió auspiciar la agitación por la huelga general
hasta la obtención de las 8 horas. En todo el país se crearon grupos
locales, especialmente encargados de la preparación del movimiento, que
organizaron mítines y manifestaciones, repartieron folletos y
periódicos, promovieron huelgas parciales, asambleas, conferencias,
recolección de firmas y otras actividades de agitación.
En
California y toda la costa Oeste de los Estados Unidos, la Federación de
Carpinteros tomó en 1885 la iniciativa del movimiento por la reducción
de la jornada de trabajo, mientras la AFL, en su Congreso de Washington
(diciembre de 1885), renovó la decisión de Chicago. El sindicato de
obreros mueblistas propuso que en cada ciudad se organizara un frente
único de todas las organizaciones gremiales, para que presentaran a los
patrones el contrato-tipo preparado por la asesoría legal de la AFL, y
que debía entrar en vigencia el 1° de mayo de 1886. Así se acordó.
A
medida que la fecha fijada se acercaba, las organizaciones sindicales
trabajaban animosamente. El número de sus adherentes se había triplicado
en esos meses. En Chicago, el “Comité por las 8 Horas” puso en guardia
contra las huelgas parciales o mal organizadas, que podrían tener como
consecuencia lock-outs y que “pueden hacer abortar el movimiento”. La
Cámara Sindical de los carpinteros y ebanistas de la misma ciudad
advirtió a los patrones, por carta certificada, que el 1° de mayo debía
iniciarse la “jornada normal” y comprometió a sus miembros a detener
absolutamente el trabajo en los talleres en que no se aplicasen las 8
horas.
Pese a las orientaciones de los dirigentes, que trataban de
contener los movimientos parciales para lanzarlos al unísono cuando
llegara mayo, en abril de 1886 la presión de las masas derivó en
innumerables huelgas en diversas ciudades del país. En los Estados de
Ohio, Illinois, Michigan, Pennsylvania y Maryland la marea se hizo
incontenible. El Presidente Grover Cleveland llevó la cuestión obrera al
Congreso, donde no vaciló en afirmar: “Las condiciones presentes de las
relaciones entre el capital y el trabajo son, en verdad, muy poco
satisfactorias, y esto en gran medida por las ávidas e inconsideradas
exacciones de los empleadores”.
Ante la pujanza del movimiento
sindical, ciertas empresas no pudieron esperar la fecha fijada para
conceder las 8 horas sin disminuir los salarios. Más de 30.000 obreros
se beneficiaron ya en el mes de abril, principalmente los mineros de
Virginia.
1º DE MAYO DE 1886
Por fin, la
fecha tan esperada llegó. La orden del día, uniforme para todo el
movimiento sindical era precisa: ¡A partir de hoy, ningún obrero debe
trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de
reposo! ¡8 horas de recreación!. Simultáneamente se declararon 5.000
huelgas y 340.000 huelguistas dejaron las fábricas, para ganar las
calles y allí vocear su demandas.
En Nueva York, los obreros
fabricantes de pianos, los ebanistas, los barnizadores y los obreros de
la construcción conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo
salario. Los panaderos y cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas
con aumento de salario. En Pittsburgh, el éxito fue casi completo. En
Baltimore, tres federaciones ganaron las 8 horas: los ebanistas, los
peleteros y los obreros en pianos-órganos. En Chicago, 8 horas sin
disminuir sus salarios: embaladores, carpinteros, cortadores, obreros de
la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y empleados de
farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros, panaderos,
cerveceros. En Newark, los sombrereros, cigarreros, obreros en máquinas
de coser Singer, obtuvieron las anheladas 8 horas. En Boston, los
obreros de la construcción. En Louisville, los obreros del tabaco. En
Saint Louis, los mueblistas, y en Washington, los pintores... En total,
125.000 obreros conquistaron la jornada de 8 horas el mismo 1° de mayo. A
fin de mes serían 200.000, y antes que terminara el año, un millón. No
era la victoria absoluta; pero se había obtenido un resultado
importante, por sobre, incluso, de algunas fallas en el movimiento
obrero. “Jamás en este país ha habido un levantamiento tan general de
las masas industriales” (expresaba un informe de la AFL) “El deseo de
una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millares de
trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando muchos,
hasta ahora, habían permanecido indiferentes a la acción sindical”.
En
Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente conflictivo. Los
trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los de otros
Estados. Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias; partían
al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche, o
incluso más tarde, de manera que “jamás veían a sus mujeres y sus hijos a
la luz del día”. Unos se acostaban en corredores y desvanes; otros, en
inmundas construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas
familias. Muchos no tenían ni siquiera alojamiento. Por otra parte, la
generalidad de los empleadores tenía una mentalidad de caníbales. Sus
periódicos escribían que el trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y
aceptar ser tratado como “máquina humana”. El “Chicago Tribune” osó
decir. “El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La
prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la
cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda”.
No era
extraño que en ese cuadro Chicago fuese el centro más activo de la
agitación revolucionaria en los Estados Unidos y cuartel general del
movimiento anarquista en América: Dos organizaciones dirigían la huelga
por las 8 horas en Chicago y todo el Estado de Illinois: la Asociación
de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central, pero eran sus
exaltados periódicos obreros los polos en torno a los cuales giraba la
acción reivindicativa.
Uno de estos periódicos era escrito en
alemán, el “Arbeiter Zeitung”, que aparecía tres veces a la semana,
dirigido por August Spies, de orientación anarquista, y otro, “The
Alarm”, en inglés, dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a
ellos, un brillante grupo de agitadores, periodistas y oradores de verbo
encendido insuflaba el ímpetu peculiar que caracterizaba la lucha
obrera en ese Estado. La mayoría de ellos pasaría a la Historia como los
“Mártires de Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.
DESENLACE SANGRIENTO
Pese
a los éxitos parciales de algunos sindicatos, la huelga en Chicago
continuaba. Una sola usina seguía echando su humo negro sobre la región:
la fábrica de maquinaria agrícola McCormik, al Norte de Chicago. El
fundador de la usina, Cyrus McCormik, había muerto poco antes y dejado
en el testamento una suma considerable de dinero para levantar una
iglesia. Pero su heredero resolvió construir el templo sacando los
fondos de un descuento obligatorio a sus obreros, que lo rechazaron. El
16 de febrero de 1886 estalló la huelga. Entonces, McCormik hijo
contrató cientos de rompehuelgas a través de los hermanos Pinkerton y
desalojaron en medio día la fábrica, que estaba ocupada por los
trabajadores.
Cuando estalló la huelga general del 1° de mayo,
McCormik seguía funcionando con el trabajo de los rompehuelgas, y no
tardaron en producirse choques entre los restantes trabajadores de la
ciudad y los “amarillos”. El ambiente ya estaba caldeado, porque la
policía había disuelto violentamente un mitin de 50.000 huelguistas en
el centro de Chicago, el 2 de mayo. El día 3 se hizo una nueva
manifestación, esta vez frente a la fábrica McCormik, organizada por la
Unión de los Trabajadores de la Madera. Estaba en la tribuna el
anarquista August Spies, cuando sonó la campana anunciando la salida de
un turno de rompehuelgas. Sentirla y lanzarse los manifestantes sobre
los “scabs” (amarillos) fue todo uno. Injurias y pedradas volaban hacia
los traidores, cuando una compañía de policías cayó sobre la muchedumbre
desarmada y, sin aviso alguno, procedió a disparar a quemarropa sobre
ella. 6 muertos y varias decenas de heridos fue el saldo de la acción
policial.
Enardecido por la matanza, Fischer voló a la Redacción
del “Arbeiter Zeitung”, donde escribió una vibrante proclama, con la
cual se imprimieron 25.000 octavillas y que sería luego pieza principal
de la acusación en el proceso que terminó con su ahorcamiento. Decía:
“Trabajadores:
la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik,
se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!
¿Quién podrá
dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre
trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al
terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte
que la miseria.
Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.
Es la necesidad lo que nos hace gritar: “¡A las armas!”.
Ayer,
las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus
padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban
vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del
orden...
¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!
¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.
La
proclama terminaba convocando a una gran concentración de protesta para
el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde, en la plaza Haymarket, y
concluía con las palabras: “¡Trabajadores, concurrid armados y
manifestaos con toda vuestra fuerza!”. Esta frase (y aquella que decía
“¡A las armas!”) fueron tachadas por Spies, director de la imprenta, y
él mismo vigiló especialmente que no la incluyeran los tipógrafos. Sin
embargo, cuando posteriormente la Policía se incautó de los originales,
convirtió esa frase no publicada en el núcleo central de la acusación.
En
Haymarket se reunieron unas 15.000 personas. La mayoría de los que
posteriormente serían los mártires de Chicago se hallaba a esa hora en
la Redacción del “Arbeiter Zeitung”. Parsons estaba con su mujer y dos
hijos; lo acompañaba una obrera con la que iban a discutir la
organización de las costureras. Fielden y Schwab también estaban allí.
Schwab abandonó la reunión para asistir a un mitin en Deering. Cuando
discutían sobre la incorporación de las costureras a la lucha por las 8
horas, mujeres particularmente explotadas que entonces trabajaban sobre
15 horas diarias, un obrero se presentó diciendo que en la concentración
faltaban oradores en inglés. Todos dejaron el local del periódico y
fueron allí, donde Spies ocupaba la tribuna. Le sucedió Parsons, que
habló por espacio de una hora. Luego, Fielden. Los discursos eran
moderados y la muchedumbre se comportaba con tranquilidad, pese a la
gravedad de la masacre del día anterior frente a McCormik.
El
alcalde de Chicago, Carter H. Harrison, que presenciaba el mitin para
pulsar el ambiente, se fue a casa al concluir de hablar Parsons, dándole
órdenes al capitán de Policía Bonfield, a cargo de la tropa, de que la
retirara. Empezaba a llover, como culminación de un día helado y húmedo.
Fielden estaba aún en la tribuna y la gente comenzaba a dispersarse.
Algunos obreros se dirigieron incluso al Zept Hall, cervecería que
quedaba en las proximidades, para seguir a través de sus ventanas la
manifestación. En la plaza, la muchedumbre ya estaba reducida a unos
pocos miles cuando 180 policías avanzaron de pronto sobre los
manifestantes con los capitanes Bonfield y Ward al frente, quienes
ordenaron terminar el mitin de inmediato y a sus hombres tomar
posiciones de disparar. Ya se alzaban los fusiles cuando, desde el
montón informe de los manifestantes, se vio salir un objeto humeante del
tamaño de una naranja, que cayó entre dos filas de los policías,
levantando un poderoso estruendo y arrojando por tierra a todos los que
se encontraban cerca. Sesenta policías quedaron heridos de inmediato y
uno muerto, en medio de tremenda confusión. Fue la señal para que se
desatara un pánico loco y una carnicería más terrible que la de la
víspera. Rehechos en sus filas y apoyados por refuerzos, los policías
cargaron salvajemente sobre la multitud, disparando y golpeando a
diestra y siniestra. El balance dejó un total de 38 obreros muertos y
115 heridos. Otros 6 policías alcanzados por la bomba murieron en el
hospital.
Esa misma noche, Chicago fue puesto en estado de sitio,
se estableció el toque de queda y la tropa ocupó militarmente los
barrios obreros. Al día siguiente, la nación estaba conmocionada por los
sucesos y la gran prensa no reparó en nada para calumniar a radicales,
anarquistas, socialistas y trabajadores extranjeros, sobre todo a los
alemanes. El 5 de mayo, “The New York Times” daba por hecho que los
anarquistas eran los culpables del lanzamiento de la bomba. La policía,
al mando del capitán Michael Schaack, realizó una batida contra 50
supuestos “nidos” de anarquistas y socialistas y detuvo e interrogó de
manera brutal a unas 300 personas.
El jefe de Policía Ebersold,
hablando tres años más tarde sobre aquellos hechos, decía: “Schaack
quería mantener la tensión. Deseaba encontrar bombas por todos lados... Y
hay algo que no sabe el público. Una vez desarticuladas las células
anarquistas, Schaack quiso que se organizasen de inmediato nuevos
grupos... No quería que la "conspiración" pasase; deseaba seguir siendo
importante a los ojos del público”.
La policía estaba más
interesada en conseguir pruebas en contra de los detenidos que en
localizar al que había arrojado la bomba. Se ofreció dinero y trabajo a
cuantos se ofrecieron a testificar a favor del Estado.
Los locales
sindicales, los diarios obreros y los domicilios de los dirigentes
fueron allanados, salvajemente golpeados ellos y sus familiares,
destruidos sus bibliotecas y enseres, escarnecidos y, finalmente,
acusados en falso de ser ellos quienes habían confeccionado,
transportado hasta la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que
desencadenó la feroz matanza. Ninguno de los cargos pudo ser probado,
pero todo el poder del gran capital, su prensa y su justicia, se
volcaron para aplicar una sanción ejemplar a quienes dirigían la
agitación por la jornada de 8 horas. Spies, Parsons, Fielden, Fischer,
Engel, Schwab, Lingg y Neebe pagaron con sus vidas, o la cárcel, el
crimen de tratar de poner un límite horario a la explotación del trabajo
humano.
El 11 de noviembre de 1887, un año y medio después de la
gran huelga por las 8 horas, fueron ahorcados en la cárcel de Chicago
los dirigentes anarquistas y socialistas August Spies, Albert Parsons,
Adolf Fischer y George Engel. Otro de ellos, Louis Lingg, se había
suicidado el día anterior. La pena de Samuel Fielden y Michael Schwab
fue conmutada por la de cadena perpetua, es decir, debían morir en la
cárcel, y Oscar W. Neebe estaba condenado a quince años de trabajos
forzados. El proceso había estremecido a Norteamérica y la injusta
condena (sin probárseles ningún cargo) conmovió al mundo. Cuando Spies,
Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la indignación no pudo
contenerse, y hubo manifestaciones en contra del capitalismo y de sus
jueces en las principales ciudades del mundo. De allí empezó a
celebrarse cada 1° de mayo el “Día Internacional de los Trabajadores”,
conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas y no su
aberrante epílogo. Pero fue el sacrificio de los héroes de Chicago el
que grabó a fuego en la conciencia obrera aquella fecha inolvidable.
LOS HECHOS
Luego
del enfrentamiento de huelguistas y esquiroles frente a la fábrica
McCormik, la tarde del 3 de mayo de 1886 se reunió en Chicago el grupo
socialista de trabajadores alemanes “Lehr und Wehr Verein” (Asociación
de Estudio y Lucha). Con asistencia de Engel y Fischer, se acordó
convocar un mitin de protesta en la plaza Haymarket, para el día
siguiente por la tarde (4 de mayo). Fischer se entrevistó con Spies el
día 4 por la mañana, comprometiéndolo a hablar en aquel mitin.
Parsons
no estaba en la ciudad. Se hallaba en Cincinnati. Llegó el día 4 en la
mañana a Chicago y, sin saber de la concentración, queriendo ayudar a su
esposa en la organización de las costureras, convocó a una reunión en
las oficinas del diario “Arbeiter Zeitung”. Al mismo lugar llegaron
Fielden y Schwab, donde Parsons se presentó con su esposa mexicana, Lucy
González, dos de sus hijos y miss Holmes, del gremio de las costureras.
Schwab
partió a un mitin en Deering, donde estuvo hasta las diez y media de la
noche. En ese momento vinieron a buscar a Parsons, porque en la plaza
de Haymarket faltaban oradores en inglés, y fue éste con toda su
familia. Hablaron allí Spies, Parsons y Fielden, que debía cerrar la
manifestación.
Mientras continuaba hablando Fielden, Parsons fue
al cercano local Zept Hall para protegerse de la lluvia, que empezaba a
caer. Allí se encontraba ya Fischer. En la tribuna seguían Fielden, que
era el orador, y Spies, cuando de pronto (según el testimonio del
apóstol cubano José Martí, entonces corresponsal de prensa en los
Estados Unidos) “se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el
aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra, húndese el proyectil cuatro pies
en su seno; caen rugiendo, uno sobre otros, los soldados de las dos
primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire”.
Esa
bomba lanzada por mano anónima fue seguida del fusilamiento de la
multitud por la policía, dejando a 38 obreros muertos y 115 heridos y
puso en difícil situación a los dirigentes. Se hallaron (en palabras de
Martí) “acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no
lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las
filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la
muerte de seis más y abrió en otros 50 heridas graves...”.
En la
redada policial que siguió a la masacre (más de 300 detenidos en un
día), bajo estado de sitio, toque de queda y ocupación militar de los
barrios obreros, fueron aprehendidos Spies, Schwab y Fischer, en las
oficinas del “Arbeiter Zeitung”, esa misma noche. A Fielden, herido, lo
sacaron de su casa. A Engel y Neebe, de sus casas también. Lingg fue
apresado en su buhardilla, luego de enfrentarse a bofetadas con los
policías que lo iban a detener. Le hallaron bombas. Parsons logró
escapar, pero se presentó voluntariamente al Tribunal, al iniciarse el
proceso, para compartir la suerte de sus compañeros.
EL PROCESO
El
17 de mayo de 1886 se reunió el Tribunal Especial, ante el cual
comparecieron: August Spies, 31 años, periodista y director del
“Arbeiter Zeitung”; Michael Schwab, 33 años, tipógrafo y encuadernador;
Oscar W. Neebe, 36 años, vendedor, anarquista; Adolf Fischer, 30 años,
periodista; Louis Lingg, 22 años, carpintero; George Engel, 50 años,
tipógrafo y periodista; Samuel Fielden, 39 años, pastor metodista y
obrero textil; Albert Parsons, 38 años, veterano de la guerra de
secesión, ex candidato a la Presidencia de los Estados Unidos por los
grupos socialistas, periodista; Rodolfo Schnaubelt, cuñado de Schwab, y
los traidores William Selinger, Waller y Scharader, ex integrantes del
movimiento obrero que testificaron en falso contra quienes llamaban
“camaradas” y cuyo perjurio fue posteriormente comprobado, cuando ya sus
declaraciones habían sido acogidas por el Tribunal y ahorcados cuatro
de los acusados.
El 21 de junio de 1886 se procedió al examen de
jurados entre 981 candidatos, ante el juez Joseph E. Gary, que debía
seleccionar a 12 de ellos. 5 ó 6 obreros, que se presentaron como
posibles jurados, fueron recusados por el ministerio público. Se admitió
sólo a los individuos que daban garantías de sustentar prejuicios
antisocialistas o antianarquistas, predispuestos con anticipación contra
los detenidos, a quienes se acusó formalmente de “conspiración de
homicidio”, por la muerte del policía Mathias Degan, alcanzado por la
bomba, y por otros 69 cargos. 5 de los acusados habían nacido en
Alemania y uno en Inglaterra, lo que estimulaba las acusaciones contra
la “inspiración foránea” de la agitación obrera.
En realidad;
siguiendo el testimonio de Martí, se los procesaba “por explicar en la
prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda les permitía la
ley. En Nueva York, entre tanto, los culpables en un caso de incitación
directa a la rebeldía habían sido castigados ¡con doce meses de cárcel y
250 dólares de multa!”.
Nada se decía en la acusación de la
huelga nacional por la jornada de 8 horas, y menos de las condiciones de
vida que sufrían los obreros en los Estados Unidos. Los acusadores
estaban obsesionados por “la conspiración de la dinamita”, y aseguraban
que Schnaubelt (cuñado de Schwab) había arrojado la bomba en Haymarket,
que Spies y Fischer le habían ayudado en esa tarea, que Lingg la habría
fabricado y transportado hasta la plaza...
Después de 22 días de
examen de candidatos, el Gran Jurado estuvo dispuesto para la vista de
la causa. Entre tanto, el alguacil especial Henry Rice se jactaba ante
sus amigos, como se supo posteriormente, de que él mismo se había
encargado de prepararlo todo para que formasen parte del Jurado sólo
hombres declaradamente adversos a los acusados y éstos no escaparan así
de la horca.
El 15 de julio de 1886, el fiscal Grinnell, como
representante del Estado de Illinois, empezó la acusación por los
delitos de conspiración y asesinato de policías, prometiendo probar en
el juicio quién había arrojado la bomba en la plaza Haymarket. Fundaba
la acusación en que los procesados pertenecían a una “asociación
secreta” que se proponía hacer la revolución social y destruir el orden
establecido, empleando la dinamita para ello.
El 1º de mayo (según
Grinnell) era el día señalado para iniciar la subversión, “pero causas
imprevistas lo impidieron”. Así quedó aplazada, decía, para el 4 de mayo
en la plaza de Haymarket. El plan revolucionario, dijo el fiscal, había
sido preparado por August Spies, pero no sólo eso, también éste había
encendido la mecha de la bomba, antes de que la lanzara Schnaubelt sobre
los policías. Seguía el fiscal: “La vasta conspiración es obra de la
Internacional. Los miembros de dicha asociación se dedican, unos a la
propaganda, otros a la fabricación de bombas y otros a entrenar en el
manejo de las armas a sus afiliados”.
Demostró Grinnell que todos
los acusados eran anarquistas o socialistas, lo que ellos reconocieron
de buen grado, pero no pudo probar su participación directa en el delito
que les imputaba.
Los testigos utilizados por la acusación eran
el capitán de Policía Bonfield, que ordenó disparar contra la multitud
en Haymarket, y los ex anarquistas Waller, Schrader y Selinger, que
declararon contra sus antiguos camaradas, pagados o coaccionados por la
policía: Waller aseguraba que sí existió conspiración, pero se confundió
ante las miradas de los que lo habían considerado un compañero, y
entonces el fiscal interrogó a Schrader. Pero éste, “más cobarde que
vil”, titubeó tanto, su declaración se hizo tan contradictoria y torpe,
que el procurador del Estado gritó a la defensa: “Llevaos este testigo:
no es nuestro, es vuestro”.
El testigo Gillmer dijo que vio a
Schnaubelt (cuñado de Schwab) arrojar la bomba ayudado por Fischer y
Spies, pero se probó que Fischer estaba en ese momento fuera de la
plaza, en el Zept Hall, y Spies en la tribuna de oradores, y que
Schnaubelt estaba en un sitio de la plaza distinto al lugar desde donde
fue arrojada la bomba.
Para probar la existencia de una
“conspiración”, el fiscal recurrió a la prensa anarquista, presentando
fragmentos de artículos y reproducción de discursos de los procesados,
muy anteriores a los sucesos materia de juicio. Las citas eran amañadas y
absolutamente fuera de contexto, pero se leyeron de manera
melodramática ante los jurados, y se exaltaron las pasiones de los
mismos exhibiéndoles bombas reales, armas, dinamita y hasta uniformes
ensangrentados de los policías heridos en Haymarket. Pero no se demostró
judicialmente ninguna relación concreta entre la bomba arrojada allí y
los procesados.
José Martí dijo expresamente en su crónica de los
sucesos: “No se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del
policía Degan hubieran preparado ni encubierto siquiera una conspiración
que rematase con su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y
cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg
mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la
de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons,
contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la multitud desde
un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a
Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba, que
Ling "cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de
cuero", que la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los
anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques.
Que Spies estuvo un instante en el lugar en que se tomó el acuerdo. Que
en su despacho había bombas, y en una u otra casa, "Manuales de guerra
revolucionaria". Lo que sí se probó con plena prueba fue que, según
todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido”.
La
defensa acusó al capitán Bonfield, a cargo de la Policía en Haymarket,
de estar pagado por la “Citizens Association”, una “organización
burguesa de conspiradores capitalistas”, que venía buscando el momento
para descabezar el movimiento obrero en Chicago. Spies llegó a decir:
“Somos acusados de conspiración por los verdaderos conspiradores y sus
instrumentos... Si no se hubiera arrojado esa bomba, igual habría hoy
centenares de viudas y de huérfanos... Bonfield, el hombre que haría
avergonzar a los héroes de la noche de San Bartolomé, el ilustre
Bonfield que habría prestado innegables servicios a Doré como modelo
para los demonios de Dante, Bonfield era el hombre capaz de llevar a la
práctica la conspiración de la "Citizens Association" de nuestros
patricios”.
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